La pregunta es qué interés puede tener un edificio administrativo. Y la respuesta está en las ganas que tiene uno de verlo nada más llegar a Bucarest, la capital de Rumanía. Es bajarse en la Piata Unirii y empezar a buscarlo con la vista locamente. No hay que dar muchas vueltas sobre uno mismo, se alza en el horizonte al final de un bulevar tal cual ha sido descrito por activa y por pasiva: mastodóntico.
A eso hemos llegado. Casa Poporului, como la llamó Ceaucescu y como la siguen llamando en Rumanía coloquialmente, Palatul Parlamentului din România, como se denomina oficialmente, o el Palacio del Pueblo, como decidieron los anglosajones que sonaba más rimbombante e irónico, es un reclamo turístico de primer orden. Hay un interés, a veces pasión, o gusto morboso por este monumento. Construcción que significa muchas cosas, pero que, sobre todo, es un gran homenaje a la desproporción. Porque, al margen del urbanismo, desproporcionado es también el adjetivo que define la relación entre los méritos que hizo y el culto a la personalidad que exigía Ceaucescu.
Ya es como hablar de la prehistoria, pero al final de los años cincuenta, cuando de repente los soviéticos propusieron a sus satélites abandonar la senda estalinista —¡hala, fiesta!— tras haber empujado durante largos años a los partidos comunistas europeos a asesinar y encarcelar a más cargos y militantes que cuando el continente estaba en manos del Tercer Reich, los rumanos se negaron. Gheorghiu-Dej, antecesor de Ceaucescu, mantuvo la línea estalinista de autoridad férrea por motivos de orden interno, pero sobre todo se vio obligado a no realizar la transición por una razón de interés nacional: los planes de Jrushchov para Rumanía.
Se había acabado la doctrina estalinista de desarrollo industrial a cualquier precio en todos los países socialistas. En la nueva configuración, un mercado supraestatal, Rumanía iba a ser un bucólico país agrícola que, por ejemplo, enviaría alimentos a la RDA y recibiría bienes manufacturados. Un modelo, el del COMECOM, que así se llamaba, graciosamente parecido al de la UE actual, y al que los líderes rumanos se negaron. Ceaucescu, cuando llegó al poder, también se mantuvo firme en esa política. Promovió el desarrollo industrial de su país en contra de la planificación soviética, nada de ser el granero de nadie, y, llegado el momento, cuando la URSS de Bréznev invadió Checoslovaquia por medio del Pacto de Varsovia, se negó a participar con sus tropas y plantó cara al imperio. Hizo desfilar a los obreros rumanos con lanzacohetes como aviso para navegantes al Kremlin y, con un histórico discurso a favor de la soberanía de las naciones, obtuvo apoyos por todo el país. El Partido Comunista Rumano aumentó su base como nunca hasta ese momento había soñado. Se hicieron militantes hasta los opositores al comunismo. El liderazgo de Ceaucescu, y también su valor, fue un referente en todo el mundo. Pero claro, a lo que íbamos, el hombre entendió su prestigio de forma, digamos, desproporcionada.
La salida por la tangente de la obediencia a Moscú le llevó a establecer un comunismo nacional que estrecharía lazos con Occidente. No obstante, al contrario que los yugoslavos, que trataban de vender su heterodoxia, el socialismo de autogestión, como una socialdemocracia escandinava avanzada, Ceaucescu tomó como modelo las doctrinas orientales, la maoísta y la norcoreana. Sistemas, por cierto, también de gran predicamento en Occidente durante los años setenta. Al menos en España, de las filas del maoísmo han surgido ministros conservadores en los años noventa y famosos periodistas que actualmente se encuentran posicionados en la extrema derecha. Con Ceaucescu, el sistema se basaba en que querer era poder, pero sobre todo había que creer. Concretamente, en él. El culto a la personalidad alcanzó niveles hilarantes y en eso se basaba todo. Cerrar los ojos y creer que todo iba bien. Y la verdad es que del todo mal no fue hasta que Ceaucescu cometió dos errores fatales. Primero, endeudarse con Occidente. Segundo, tratar de devolver la deuda. El conducator a veces parecía nuevo.
Hay varios pases diarios para visitar el Palacio del Pueblo. Mientras se espera en el hall de entrada, hay una barra donde se puede tomar un café, refrescos o cervezas de medio litro, lo que en Madrid llaman yonquilatas. También, adquirir souvenirs homologados, imanes de diversos padres de la patria, entre ellos Vlad Tepes, pero nunca nada de Ceaucescu, por muy rentable que pudiera ser el componente kitsch. Tampoco se encuentran en el resto del país. Otra opción es penetrar en una sala de exposición contigua que reúne obras de los artistas jóvenes locales más notables. Hay pop-art de toda clase. Me llama la atención encontrar una obra, o copia, de Esteban Villalta Marzi, un personaje poco conocido de la Movida. Es uno de sus cuadros en los que sale un musculoso torero luchando contra un astado a puñetazos en unas ruinas posapocalípticas humeantes, con palmeras y rascacielos de cristal, bajo la luz de una luna enorme. Lo tiene todo. Pocos sitios mejores que este lugar para exponerlo.
De vuelta al hall, abundan los estadounidenses entre los grupos de turistas. En el mío son jóvenes. Están más de coña entre ellos que atentos a lo que les rodea. Pasamos el detector de metales y nos explican las normas de seguridad. Muy serias y rigurosas, pues nos encontramos en sede parlamentaria. También debajo de una gotera.
La guía explica con cierto cansancio lo inexplicable, cómo en Rumanía acabaron construyendo semejante edificio administrativo. En un pasillo, que muy bien podría medirse en campos de fútbol como en un telediario español, han colocado los trajes folclóricos rumanos en vitrinas de cristal. Los maniquíes en sus jaulas darían para una película de terror. Iluminan la estancia lámparas de todas clases y tamaños y aun así hay rincones oscuros. Posiblemente el palacio a pleno rendimiento chupe más luz que la Feria de Abril. Las bombillas fundidas se cuentan por docenas. Me parece digna de estudio cómo será la política de reposiciones, pero no hay tiempo para muchas preguntas.
Tras recorrer volando varias salas, que ahora sirven para organizar actos de empresas, conferencias y saraos de este tipo, llegamos a un salón en el que se dan conciertos. La guía explica que a Ceaucescu le fascinó ver que en los palacios de Corea del Norte destinaban espacios diáfanos de techos altos para que el amado líder diera discursos en petit comité, pero donde los aplausos retumbaban por el eco como si aclamase una multitud. No tenéis más que comprobar cómo suena, dice la funcionaria. Y cuando abandonamos la sala, un americano se impacienta: «Pero ¿nos vamos sin aplaudir?». «Adelante, adelante», replica la mujer y los estadounidenses tienen el mejor momento de la visita aplaudiendo con toda su alma. El supuesto estruendo les flipa.
Durante su régimen, Ceaucescu estuvo obsesionado con cambiar la fisionomía del país. El nuevo orden debía implantarse también arquitectónicamente. El casco histórico de numerosas capitales rumanas fue destruido para levantar grandes plazas nunca exentas de un buen balcón para que el conducator saludase a la multitud cuando visitase la ciudad. En el fondo, su plan nunca fue otro que convertir las ciudades en escenarios donde aparecer a mayor gloria de sí mismo. Se llamaban «plazas cívicas», incluían la casa de la cultura de los sindicatos, las residencias de las élites locales, hoteles, teatros y supermercados. Solo una región se libró de este tipo de proyectos, Transilvania. Tocar el legado cultural germano y húngaro le hubiese traído problemas en el exterior. No en vano, muchos pueblos transilvanos se han reconstruido o reparado en los noventa con dinero alemán. En los setenta, la transformación del resto del país fue masiva y en los ochenta el plan era culminarla con el gran Centrul Civic de Bucarest.
No hubo que esperar tanto. Los acontecimientos se precipitaron por el terremoto de 1977, de 7,2 en la escala Ritcher. En Bucarest se cayeron decenas de edificios y en las labores de rescate se descubrió que en el barrio de Uranus los vecinos ocultaban armas, oro y joyas. Quedó patente que no era tan fácil controlar a toda la población. Así que como los edificios eran vulnerables, los residentes sospechosos y había que reconstruir tras el seísmo, esa fue la oportunidad inmejorable que necesitaba Ceaucescu para transformar el aspecto de la capital con un centro monumental que honrase los logros del socialismo nacional. «Quiero hacer algo que represente simbólicamente las dos décadas de ilustración que hemos vivido; necesito algo, algo muy grande, que refleje todo lo que hemos conseguido», manifestó en un discurso.
Sin embargo, según me cuenta Àlex Amaya Quer, doctor en Historia residente en Cluj-Napoca, ya existían planes anteriores a la II Guerra Mundial para transformar la capital. El rey Carol II en los años treinta tuvo en sus manos un proyecto muy ambicioso que incluía demoliciones en gran número de edificios y que tenía en común con los planes de Ceaucescu la construcción de un gran edificio administrativo en la colina de Dealul Spirii.
Cuando Ceaucescu se puso manos a la obra, lo más traumático fueron las demoliciones. Comenzaron en 1980 y no se echaron abajo solo los edificios afectados por el terremoto, se arrasó con todo. Cayó una sexta parte de la ciudad. El equivalente al área de toda la ciudad de Venecia. Se emplearon veinte mil trabajadores, muchos de ellos soldados haciendo la mili, «para reducir costes», detalla Amaya. Hubo también cincuenta arquitectos e ingenieros y centenares de camiones y grúas funcionando sin parar durante años. La zona a principios del siglo XX se había convertido en una barriada proletaria con la revolución industrial. La propaganda del régimen difundió que uno de los objetivos era eliminar esos guetos y rehabilitar una zona que no tenía ningún valor, aunque en sus estrechas calles había iglesias del los siglos XV y XVI.
Mihai Iacob, profesor en la Universidad de Bucarest, todavía se acuerda de los chistes que circulaban entre la población durante la demolición del barrio: «La gente decía: cuando vayas a Bucarest, ten cuidado que no te atropelle una iglesia, porque se movieron templos y algunos edificios sobre ruedas ¡fue un prodigio de la ingeniería rumana! Afortunadamente, se consiguieron salvar muchos edificios históricos de lo que la gente llamaba la “Ceausima”, una palabra mezcla de Ceaucescu e Hiroshima».
Desde la colina, donde se ubicaría la Casa Poporului, saldría un bulevar que cruzaría la ciudad de este a oeste. Una calle de tres kilómetros y medio de largo y ciento veinte metros de ancho. Su utilidad era muy discutible técnicamente. Históricamente, la ciudad se había extendido de norte a sur. Pero a Ceaucescu eso no le importaba. Él, personalmente, dirigía las obras, sin saber siquiera leer un plano, según han confesado posteriormente miembros de la Unión de Arquitectos de Rumanía. La propaganda decía que destinó «parte de su valioso tiempo a dar instrucciones a los arquitectos, constructores e ingenieros». Además, su idea, en esencia, era poder realizar desfiles de masas en el bulevar como los que le habían fascinado en China y Corea. Lo demás le traía un poco sin cuidado. Solo tenía en mente ese objetivo y unas medidas, que el bulevar fuese más grande que los campos Elíseos de París.
En las expropiaciones se obligó a los vecinos a abandonar sus casas en veinticuatro horas. Según las propias fuentes gubernamentales de 1981, fueron realojadas siete mil doscientas setenta y ocho personas. A finales de la década, los estudios cifran en cuarenta mil los ciudadanos que fueron forzados a trasladarse a la periferia. El profesor Iacob no olvida aquellos desalojos: «El método, aparte de abusivo, era muy imaginativo en su cinismo: sé que, algunas veces, la familia salía de vacaciones y, a la vuelta, encontraba sus cosas apiladas delante del montón de escombros en que se había convertido su casa. Conozco a alguien que, durante un par de meses, se levantó todos los días con el ruido de las excavadoras, sin saber cuándo le iba a tocar, porque el régimen no se aguantaba solo, sino mediante la contribución sádica e imaginativa de muchos hijos de puta, así que, a veces, lo que hacían no era derrumbar metódica y ordenadamente un barrio, sino de forma aleatoria, derrumbándolo todo alrededor de una casa, por ejemplo, para que a algunos propietarios les diera un ataque al corazón».
Amaya Quer relata que tras las reclamaciones que se produjeron después de la caída de Ceaucescu, una ley, la 10/2001, preveía compensaciones, pero el Tribunal Europeo de Derechos Humanos las declaró insuficientes. Una actualización del decreto en 2013 aumentó las indemnizaciones a los afectados. Para Iacob, no se trata solo de dinero: «¿Qué te pueden dar a cambio de una casa llena de recuerdos de tu familia, marcada por la historia de unos tiempos mejores? Una casa con alma, a cambio de la cual recibías un piso de dos habitaciones, que en Rumanía significa salón y dormitorio, en un bloque frío, mal acabado o sin acabar directamente, en una zona desalmada en las afueras de la ciudad».
El palacio en lo alto de la colina no guarda proporción con absolutamente nada que haya en la ciudad como no sea la bondad de sus gentes. Algún centro comercial, como el edificio del Bershka y el Stradivarius en Piata Unirii, el Unirea Shopping Center, son gigantescos pero no hasta ese punto. La Casa Poporului de la arquitecta Ana Petrescu, fallecida en 2013, ocupa 6,3 hectáreas de tierra. Son ochenta y seis metros de altura con fachadas de doscientos setenta y seis metros de largo con columnas de capitel corintio. Alberga setecientas oficinas, restaurantes, bibliotecas, salones de actos, museos y el Congreso de los Diputados. Su estilo neoclásico ha sido comparado con las veleidades del París de Napoleón III, que afirmaba la supremacía de un imperio colonial. Y también con la Roma de Mussolini, el Moscú de Stalin y el Berlín de Hitler, los tres producto de la llegada de un nuevo hombre en un nuevo orden en el siglo XX, de infausto recuerdo en los tres casos. En el rumano, ya en los ochenta, cuarenta años después de los delirios totalitaristas en Europa, el nuevo hombre se encontró con esta construcción megalómana en mitad de la ciudad precisamente al mismo tiempo en que el régimen imponía las mayores restricciones de toda su historia por la mencionada intención de Ceaucescu de devolver la deuda externa. Hubo escasez de alimentos básicos, destinados a la exportación, y de energía. «Así se puede entender el cabreo de muchos bucarestinos al llegar diciembre de 1989», matiza Amaya Quer. No hay más que ver la evolución de la deuda externa rumana durante los ochenta en una gráfica. Es muy divertido. Cuando llega a cero, cuando se devuelve toda, justo ahí es cuando los rumanos se rebelan y le condenan a la pena máxima. Ahí está el umbral del sufrimiento de una sociedad en el mercado neoliberal. Ceaucescu fue traicionado por la cúpula del régimen y fusilado en directo por televisión. Y paradójicamente, bromas del destino, el conducator y su señora, la camarada viceprimera ministra Elena Ceaucescu, se fueron de este mundo sin disfrutar su juguete, el bulevar y la Casa del Pueblo, que a fecha de su juicio sumarísimo aún estaban sin concluir.
En la primera mitad de los noventa, las obras estuvieron abandonadas. El país tenía otras urgencias económicas en su difícil tránsito a la economía capitalista y suponía un quebradero de cabeza importante decidir qué hacer con todo aquello. Si en un país sumido en una profunda crisis era pertinente ponerse a terminar el edificio más grande de Europa y la zona en la que estaba albergado, que tenía el chistoso nombre de «Victoria del Socialismo». Hubo quien propuso demolerlo y otros más audaces quisieron convertirlo en el mejor casino del continente. Al final, en 1996, se celebró en su interior la primera sesión de los diputados nacionales y así se ha quedado. Los políticos que decidieron seguir adelante con el proyecto fueron muy criticados. No en vano, habían sido comunistas de segunda fila durante el régimen y se les acusó de no ver con malos ojos la obra urbanística del conducator. Poco a poco, el bulevar se fue surtiendo de neones de publicidad de nuestra vistosa y colorida sociedad de consumo y el primer McDonald’s, abierto en 1995, certificó que de victoria del socialismo ahí ya no había nada.
La visita al palacio termina en el balcón que divisa todo el bulevar. Al contrario que en Berlín, donde Stalinallee, actualmente avenida de Karl Marx, es un espectáculo arquitectónico bien integrado y monumental, con espacio para el ciudadano, terrazas, etcétera, aquí el acabado no es el mismo. Quizá por la orientación, porque el caudal de tráfico circula en el eje norte sur, lo que prevalece es un ambiente ciertamente desangelado. Lo cual no es necesariamente negativo. Una ciudad bulliciosa y deliciosamente caótica como es Bucarest tiene en este hachazo a su urbanismo una especie de oasis. Además, en el lado norte del palacio, junto al río Dambovita, está el parque de Izvor —de la fuente, en castellano—. La gente viene a correr, pasear al perro, tumbarse a la bartola, hacer deporte, como en cualquier otro parque de cualquier lugar del mundo, pero la paz es inmensa con semejante paréntesis en mitad de la ciudad. El detalle más simpático es que el recinto tiene en el centro un castillo infantil muy similar al palacio que domina el lugar. Los niños juegan como locos metiéndose por dentro, saltando, escapando por los toboganes que hay en cada esquina. Tal vez estos críos, cuando crezcan, ajenos a los ecos del pasado, lleguen a apreciar el legado urbanístico de Ceaucescu. O sus hijos. O sus nietos. O sus tataranietos.
Fotografía: Jelena Arsić
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